Siempre he sido de fantasear mucho y mi compañero de trabajo estaba en mis mejores fantasías. Llevábamos cinco años trabajando en la empresa, él era el jefe de logística y yo la encargada de compras. No hubo nunca una insinuación más que de trabajo, sin embargo por las noches a solas en mi habitación, me daba a mí misma los mejores orgasmos, imaginándonos desnudos en la cama de un hotel. O también en el depósito de la empresa, donde había un sofá cama que nadie usaba.
Él tiene mi edad, y una belleza que se me hacía irresistible. De gran contextura, morocho, de ojos oscuros, con una barba prolijamente arreglada, y un tatuaje en el pecho que se le asomaba por el primer botón sin prender de la camisa.
Por nuestros puestos en la empresa, no era raro que nos quedásemos trabajando hasta tarde. Su oficina estaba enfrente de la mía. Fuera del horario normal, pasadas las ocho de la noche, éramos pocos los que algunos días seguíamos con trabajo.
Siempre he creído que las mejores cosas se dan de noche, quizá porque nos animamos a hacer cosas que de día jamás haríamos.
Recuerdo que ya eran casi las once de la noche de aquel viernes de febrero cuando le di “apagar” a mi computadora, alcé la vista hacia la oficina vidriada de mi compañero y lo vi frente a la pantalla. Me pareció más irresistible que de costumbre, pero ya se había hecho muy tarde y tenía que irme a casa.
Me dirigía a la salida cuando de pronto estaba muy cerca. Tan cerca, que podía sentir su respiración. Sin aviso, me dio un beso en la boca. Beso que, al principio rechacé, pero después disfruté con ganas.
Agarró con sus dientes mi labio inferior y lo mordió hasta el límite del dolor, pero su sentir fue dulce, a la vez que metía su mano derecha por debajo de mi pantalón y hundía suavemente sus dedos en mi sexo.
«Dios. A los dos nos pasa lo mismo», pensé para mis adentros, mientras que me masturbaba de una forma casi como si todo el tiempo hubiese sabido cómo hacerlo.
Después de hacer que acabara ahí mismo fuimos juntos hasta el depósito donde estaba el sofá. En el camino me besaba una y otra vez… Apenas abrió la del depósito, le rodeé el cuello, y empecé a besarlo y a morderlo suavemente, de la manera en que tantas veces había imaginado morder su piel, a la vez que nos incendiábamos de pasión con cada caricia que nos dábamos.
Él respondía a esas mordidas con pasión, besando y mordiéndome los labios, hasta que me sacó la camisa y yo le saqué la suya, y ahí estaba en todo su esplendor el tatuaje.
Me desprendió el corpiño y me tiró encima del sofá, y sin preguntar, me sacó el pantalón, la bombacha y metió su cabeza en mi entrepierna, saboreando con su lengua y sus dedos a la vez, todo lo que pudiese saborear. Yo me estremecía, pero él no paró hasta darme el segundo orgasmo.
Yo quise que él sintiese el mismo placer que el mío, y metí mi mano por debajo del bóxer que tenía, solo para sentir aquella erección creciente. Sin pensarlo demasiado le bajé el pantalón, saqué su miembro y me lo metí en la boca.
Después de la felación, me miró a la cara, los dos sabíamos qué iba a pasar a continuación. Se acostó en la cama, se puso un preservativo…
No lo dudé, me subí arriba suyo y lo cabalgué como si hubiese estado esperando aquello durante muchísimo tiempo, cosa que era cierta. Aquellas masturbaciones nocturnas pensando en él, tantas veces que lo veía en el escritorio trabajando, lo había deseado con mucha intensidad.
Casi acabamos los dos al mismo tiempo, primero yo, y a los segundos él. Cuando sentí su placer me bajé y me recosté a su lado. Estábamos los dos desnudos y transpirados, pese a que el ventilador de techo estaba prendido.
Nos besamos apasionadamente, para darle fin al encuentro, y nos vestimos. Cuando salimos del depósito y cerramos la puerta con llave, los dos automáticamente pasamos a ser compañeros del trabajo, y nada más. Ambos sabíamos que eso no terminaba ahí, sino que sería el comienzo de una pasión que yo quería disfrutar.