




El Instituto Antonio Próvolo, que funcionaba en el departamento de Luján de Cuyo en Mendoza, se convirtió en una verdadera pesadilla para alumnos de entre 7 y 17 años con discapacidad auditiva. Los niños y adolescentes asistían allí con la ilusión de ellos y sus familias de poder tener una buena educación y contención que por su condición se dificultaba en otros lados. Lamentablemente todo eso no se dio porque los propios sacerdotes que debían cuidarlos abusaron sexualmente de ellos y las religiosas, trabajadores del lugar y hasta la misma Iglesia hicieron el más profundo silencio. Un silencio que valientes y fuertes lograron vencer para denunciar todos los hechos y lograr justicia.
En el año 2016 se acercaron a la Legislatura de Mendoza adolescentes que pidieron ayudar para poder denunciar los abusos sufridos en el Instituto Próvolo. Ellos fueron escuchados y tras tres años de investigaciones se hizo justicia.
La causa de abusos sexuales cometidos a menores de edad hipoacúsicos ya lleva un tercer proceso en el que actualmente se enjuicia a la monja Kumiko Kosaka, por quien la fiscalía pidió 25 años de prisión, y su defensa la absolución.
El primer juicio fue un abreviado, el 25 de septiembre de 2018, en el cual el monaguillo Jorge Bordón y exempleado administrativo en el Instituto confesó la autoría de los hechos y recibió una pena de diez años de prisión.
En tanto, y por este mismo caso, en un segundo juicio que marca precedente en el mundo, la justicia mendocina condenó el 25 de noviembre de 2019 a los sacerdotes Horacio Corbacho y Nicola Corradi a 45 y 42 años de prisión, respectivamente, y al jardinero Armando Gómez a 18 años, acusados por abusos sexuales y corrupción de menores a niños con hipoacusia en el Instituto Antonio Próvolo.
¿Por qué hablamos del silencio cómplice de la Iglesia?
Porque la Iglesia podría haber actuado mucho antes para evitar cientos de víctimas. “El caso Próvolo es uno de los más paradigmáticos en la historia del flagelo de los abusos sexuales eclesiásticos en la Argentina por la cantidad y la edad de las víctimas, por tratarse de chicos sordos y por mediar una cadena de encubrimientos que venía desde Italia”, dijo el abogado especializado en derecho canónico y ex representante de la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico en Argentina, Carlos Lombardi.
El punto de los encubrimientos es el más duro de todos. El Instituto Antonio Próvolo tenía sedes no sólo en Mendoza sino también en Verona, Italia y en la ciudad de La Plata. Desde el país europeo se producen las primeras denuncias contra el sacerdote Nicola Corradi por abuso sexual. En vez de cortar por lo sano y separarlo de sus cargos el instituto lo traslada a la sede de La Plata en 1972.
En 1998 el sacerdote Nicola Corradi es enviado a Mendoza con el cargo de director del Instituto Próvolo local recién inaugurado. Allí es donde comienza un verdadero infierno para chicos y chicas ilusionados con un futuro mejor que les prometía la casa de estudio y albergue, porque muchos de ellos vivían lejos de la ciudad.
La Iglesia es cómplice porque no actuó cuando debía, desde un principio, desde la primera denuncia, y así ha sucedido con miles de casos de las mismas características. En 2006, 50 integrantes de la asociación de ex alumnos del Próvolo de Verona se reúnen con el superior general del Instituto para solicitarle -sin éxito- que se separara de la institución a 26 sacerdotes acusados de pederastia.
Pero el caso italiano irrumpe con fuerza en la agenda pública recién en 2009, cuando el semanario L’Espresso de Milano publicó los testimonios de 15 ex alumnos que aseguran haber sufrido abusos entre 1954 y 1984.
Entonces, el Vaticano ordenó la creación de una comisión investigadora independiente que terminará condenando a solo uno de los sacerdotes inculpados, cuya pena consiste en la obligación de llevar una vida dedicada a la plegaria y a la penitencia, teniendo prohibido el contacto con menores.
Y aún así Nicola Corradi continuaba como director del instituto en Mendoza, ojalá la Iglesia, el Vaticano y quien corresponda comiencen a trabajar a conciencia con celeridad en casos de abuso sexual, especialmente contra menores, y deje de hacer silencio cómplice.