Comenzamos a conocernos y caímos en la cuenta que algo nos estaba uniendo. No sabíamos cómo describirlo, era una sensación que envolvía nuestras almas de manera especial. Éramos como dos niños flotando en un frágil barco de papel sobre un mar de sueños y esperanzas.
Veíamos el mundo con los mismos ojos y disfrutábamos las mismas cosas, las pequeñas cosas, aquellas imperceptibles para los demás, pero mágicas para nosotros. Comprendíamos lo que los demás no entendían. Comenzamos a construir un refugio alrededor nuestro, un castillo al que íbamos cuando necesitábamos alejarnos de la rutina y donde nos encontrábamos durante largos periodos a compartir nuestras pasiones.
Disfrutábamos de largas caminatas charlando, se iluminaban nuestros ojos cuando nos descubríamos uno en el otro. Comprendía que eso era genuino pero había sellado un pacto que solo el tiempo iba a romperlo. Sabía que no debía apresurar las cosas.

Una tarde elegimos ir a Potrerillos para hacer una de nuestras caminatas, un lugar alejado donde podíamos desconectarnos del mundo. Quietud absoluta, la naturaleza hablaba por nosotros, conectados como desde un principio. Nuestras manos se rozaron accidentalmente cuando paramos a observar el paisaje, ambos nos observamos con una sonrisa pícara y con los ojos iluminados, un silencio especial nos rodeó. Seguimos en silencio por el sendero respirando aire fresco y disfrutando del paisaje.
Decidimos descansar sobre el lecho de un río seco y solitario, la blanca arena era calentada por los fuertes rayos del sol del atardecer. Estiramos una manta, comimos un sándwich y comenzamos a charlar. En un momento las palabras cesaron y sentimos que el tiempo se había detenido. Cruzamos tímidas miradas y sonreímos inocentemente. Lentamente nos acercamos, tomó mi cara y cuello entre sus manos, fundiendo nuestros labios en un suave y profundo beso.
La ansiedad por sentirnos uno cerca del otro se hacía evidente así que nos abrazamos fuertemente, nos aferramos como si nuestra vida dependiera de ello. Nuestros ojos se llenaron de luz y de un brillo tan increíble, era fantástico encontrarse en la mirada del otro. Nos besarnos nuevamente, la respiración se aceleraba y la pasión junto a la adrenalina hacia emanar fuego de entre los dos.
Comencé a besar su cuello y él acariciaba el contorno de mi cuerpo. Sus dedos torpes se enloquecían por sentir mi piel y yo la suya. De a poco nos quitamos nuestras ropas y bajo el ardor del sol del atardecer nos convertimos en uno. Cada roce de nuestra piel era un chispazo destellante en nuestro pecho.
Entró dentro de mío suavemente y un tierno beso conmovió la escena que era presenciado por tan hermoso paisaje. Nos recostamos con mi espalda sobre su vientre, tomamos nuestras manos y comenzamos a hacer el amor suavemente, disfrutábamos de ello sabiendo que era algo que estábamos esperando desde el principio de nuestros tiempos.
Nos acomodamos delicadamente sobre la blanca arena y volvió a entrar en mí, mis manos se aferraban a su espalda suplicando que jamás terminara ese momento. No despegábamos nuestras miradas, solo lo hacíamos para inclinar nuestra cabeza y morder nuestros labios ante el implacable placer. Sentimos como fundíamos por fin nuestras almas.
Ambos acabamos en un suave y potente suspiro, nuestros ojos se llenaron de lágrimas y nos besamos una vez más recuperando el aliento que rugía tan fuerte como el galopar de nuestros corazones.
Nos vestimos y nos quedamos un rato contemplándonos, entre risas, suaves caricias y dulces besos.
Continuamos camino y volvimos a nuestras rutinas, aunque sabíamos que nuestras almas se necesitaban mutuamente, entendimos que no nos sentiríamos completos el uno sin el otro y el pacto entre los dos recién empezaba a cobrar vida.